HOGAR
Qué
gran actor es Javier Gutiérrez y qué
bien domina todos los registros actorales a los que se enfrenta, cómicos o
dramáticos. A mí especialmente me gusta en este tipo de papeles, oscuros e
incómodos, como el que interpreta en la última de los hermanos Pastor. Creo que estos personajes le
sientan como un guante porque sabe sacarte todo el provecho al contraste entre
su apariencia de hombre sencillo, incluso vulgar, y el tipo atormentado, perturbado
o cruel que esconde esa falsa normalidad. El problema es que el flojo guion de Hogar
no acompaña demasiado a la monstruosa (en todos los sentidos) interpretación de
Gutiérrez.
Asistimos
inicialmente a lo que parece un drama familiar, con elementos de crítica social
sobre los prejuicios laborales en parados de mediana edad. Javier Muñoz (Javier Gutiérrez) ha sido un gran
publicista, una referencia en el sector, pero se ha quedado sin trabajo y se ve
obligado a renunciar a su alto tren de vida, abandonando su maravilloso piso
barcelonés. Javier siente que ha decepcionado a su esposa y a su hijo y, por
otra parte, no puede soportar el cambio de estatus social y la falta de
oportunidades laborales. Y es en ese momento, transcurrido el primer tercio de
la película, esta abandona las coordenadas costumbristas del realismo social, sorprendiendo
con un asombroso giro. Javier comienza a obsesionarse con su antigua casa (el
hogar perdido y deseado, auténtica metáfora de la película), visitándola cada
mañana mientras los nuevos inquilinos están trabajando. Pero no se conformará
solo con eso y, así, asistimos al desarrollo de una obsesión tan enfermiza como
peligrosa (imposible no comparar a este Javier con el magnífico personaje que
creara en 2002 Robin Williams para Retratos
de una obsesión, de Mark Romanek;
y no es la única película con la que tiene importantes semejanzas Hogar).
Es
a raíz de esa transformación del protagonista donde se le empiezan a ver los
hilos a un guion plagado de puntos débiles. En otra película reciente interpretada
también por Gutiérrez (El
autor, 2017, Manuel Martín
Cuenca), asistimos a un proceso similar. Pero los acontecimientos que allí
se describen están mucho mejor narrados que en Hogar. En esta última,
los hermanos Pastor yerran el tiro
cayendo en situaciones muy forzadas (algo absurdas, incluso) y en soluciones
poco creíbles. Al final, me queda la sensación de un pastiche de clichés
propios del género del thriller psicológico, estupendamente interpretado por un
actor magnífico, pero que ya ha encarnado este mismo papel en otras producciones
y que se parece demasiado al personaje de otros títulos. A Hogar le falta frescura,
además de esos errores de bulto en algunos recursos argumentales que chirrían
demasiado.
¿Merece
la pena, por tanto? Sí. Aunque solo sea por ver a este genio de la
interpretación que es Javier Gutiérrez.
En realidad, la película orbita por completo en torno a él, omnipresente en
cada plano. Es fascinante lo bien que refleja ese cambio entre el patetismo inicial
y la enfermiza evolución posterior. Por momentos, la película se vuelve muy oscura,
incómoda, perturbadora. Lástima que en la segunda mitad se pierda tanto en
artificios de blockbuster que acaban sacándote algo de la historia. Maldita
manía de algunos directores de emular lo malo del cine norteamericano.
Aun
con esos errores, he disfrutado viendo Hogar. Me gusta mucho el simbolismo
de la película en torno a la casa y el crudo mensaje que subyace en una
historia de apariencias, envidia, codicia y pura maldad.
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Lo mejor: la metáfora del título en relación a la obsesión del personaje. Y, por
supuesto, Javier Gutiérrez.
Lo peor: demasiados clichés y reminiscencias de otras películas.
Gustará: a los estudiantes de interpretación por poder asistir a una nueva masterclass de un actor que trabaja en
perpetuo estado de gracia.
No gustará: a los fans de Mario Casas, me temo. Totalmente eclipsado.
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CALIFICACIÓN: 6
Más que el retrato de un lunático, es el retrato de
una sociedad enferma. Y en eso creo que aciertan absolutamente los hermanos Pastor.
Es fantástica la metáfora final del hombre sin escrúpulos, del psicópata capaz
de destruir a su propia familia y de asesinar a un hombre bueno, con tal de
volver a ocupar el estatus social y económico que tanto ansía. La casa es el símbolo
de ese estatus de poder. Y esa imagen de la última escena, con Javier admirando
su nueva propiedad, mucho más lujosa, es el epílogo perfecto de su triunfo. Por
fin ha usurpado la vida que tanto añoraba, aunque para ello haya tenido que destruir
otras.
Afean el resultado final, como decía antes, esos
recursos tramposos a los que recurre el guion en la segunda mitad de la película.
A Javier todo le sale bien en su plan: el accidente fingido, el correo que
manda a su propio amigo para inculparle después ante su mujer (es muy absurda
esta parte), la pasmosa facilidad con la que logra conquistar a Lara, la
pasividad del personaje de Mario Casas, todo el asunto del spray y la alergia
al cacahuete (también muy cogido con hilos esto), etc. Esa arquitectura de
thriller de serie B empequeñece el resultado final de la película.
Una pena, porque la historia tenía mimbres para
hacer una película más redonda.
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