LA INOCENCIA
«Soy de un
pueblo. Me he criado en la calle. No tengo una gran cultura cinematográfica,
así que para mi primera película tenía que hablar necesariamente de algo que
conociera al cien por cien». Con estas sinceras
palabras, leo que Lucía Alemany (34 años) presenta su opera prima, La
inocencia. Una película con una gran carga autobiográfica en
la que esta joven directora recrea, en cierto modo, su propio despertar de la
inocencia, cuando se quedó embarazada a los 17 años, un verano, en las fiestas
de su pueblo, Traiguera (Castellón). Una historia muy similar a esa es la que
vive su protagonista, una muchacha de 15 años interpretada maravillosamente
bien por otra debutante, la sorprendente Carmen
Arrufat. Para contar esta historia (que en cierto modo es
la suya), Alemany no ha tenido ningún reparo en rodar en las calles de su propio pueblo, recreando
las fiestas, el ambiente, las habladurías y los chismes que, a buen seguro,
tanto debió temer y sufrir en aquel despertar.
La inocencia es una de esas sencillas películas que te atrapan por el aroma fresco
que desprenden. No hay trucos, ni giros inesperados. Todo sucede con sencillez,
con cierta lentitud, incluso; sobre todo en la primera parte del filme, cuyo aire
costumbrista y jovial va anunciando, casi imperceptiblemente, el fin de la
ingenuidad.
Dos intérpretes de peso acompañan a Carmen Arrufat: la
siempre estupenda Laia Marull (qué lástima que se prodigue tan poco últimamente esta ganadora de tres
Goyas) y un magnífico Sergi López que borda el papel de padre autoritario, primitivo, retrógrado. Pero es
ella, Carmen Arrufat, la que deslumbra con una actuación que, a buen seguro, le abrirá las
puertas de la industria y, quién sabe, igual le premia con una estatuilla
cabezona. La cámara persigue, casi obsesivamente, en planos muy cortos, a esta
joven, como si no quisiera perderse ni un pestañeo de ese cambio, de ese
proceso que va a vivir una niña que, sin darse apenas cuenta, deja de serlo de
la noche a la mañana. Buenos secundarios también, entre los que destaca Joel Bosqued, encarnando al
cani trapichero que deja embarazada a la muchacha.
La historia no es nada del otro mundo, la hemos visto
más veces en otras muchas producciones. Tampoco son originales los
sentimientos, los miedos y los conflictos que vemos en ella. Aun así, es una
película hermosa por muchos motivos: por ese gran trabajo actoral, por la
espectacular fotografía, por el fuerte contraste entre los primeros minutos de
la película y la segunda parte de la misma, por la impresionante expresividad que
reflejan los ojos de Carmen Arrufat y por un desenlace tan sencillo como maravilloso. Me gusta, sobre todo, la relación que se plantea entre madre e hija. La película no solo narra ese fin de la niñez de Lis, sino el efecto que eso provoca en sus padres y, especialmente, en esa madre (Laia Marull) a la que el proceso golpea de manera abrupta e inesperada. Los dos puntos de vista están muy bien planteados, con mucha sensibilidad.
La inocencia es una muestra más del enorme talento que está surgiendo en el cine español
en los últimos años. Sobre todo, de la mano de excelentes realizadoras y
actrices. El cine, al menos en España, tiene cada vez más nombre de mujer.
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Lo mejor: la prodigiosa interpretación de Carmen Arrufat.
Lo peor: el ritmo lento de la primera parte de la película.
Gustará: a los equilibristas de circo.
No gustará: a los canis.
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CALIFICACIÓN: 7
La escena en la que esa cariñosa y amorosa madre (Laia Marull) se hunde
completamente al recibir la noticia del embarazo de su hija, hasta el punto de
que su decepción se apodera de ella mostrando su cruel rechazo, es de una emotividad exquisita; ese momento de la confesión en la cocina es fantástico y está rodado con un naturalismo sobrecogedor. Pero, apenas unos días después, en ese maravilloso
plano de madre e hija sentadas en la estación del tren, camino de Barcelona
(para que Lis aborte), se produce el momento más tierno de la película. Esa niña
que se ha convertido vertiginosamente en mujer, que ha visto como en los ojos de sus
padres se ha perdido ya para siempre ese reflejo infantil, vuelve a mostrar su
lado más inocente, más cándido: «Ya que vamos a Barcelona, ¿podríamos ir a la escuela de circo?». Y la madre, que vuelve a reconocer esa inocencia, esa ilusión en su hija,
sonríe con todo el amor que atesora. Es un momento mágico. De los finales más naturales
y bonitos que recuerdo.
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