EL OFICIAL Y EL ESPÍA
en que el rock le dio a la juventud un sino nuevo.
Y siento que la historia se repite,
pues los viejos rockeros nunca mueren.
Así homenajeaba Miguel
Ríos a finales de los ’70 a esos músicos pioneros que enseñaron
el camino a las nuevas generaciones, convirtiéndose de paso en inmortales. Mientras
las leyes de la naturaleza no cambien y hagan posible ese último verso,
tendremos que conformarnos con que los rockeros nos duren el máximo tiempo
posible. En ese sentido, en los últimos meses estamos de enhorabuena: Woody Allen nos dejó bien
claro que sigue en forma con la entretenida Un
día de lluvia en Nueva York, Scorsese nos ha
maravillado con su nueva incursión en el mundo de la mafia con El irlandés, hemos empezado el año con la prueba de que Clint
Eastwood sigue empeñado en agrandar su leyenda con la
interesante Richard Jewell y, mientras esperamos el remake de West
Side Story que está preparando el infatigable Steven Spielberg, nos
encontramos con esta excelente El oficial y el
espía del quinto viejo rockero, Roman Polanski. No
está mal para unos tipos que podrían vivir de la autocomplacencia de su enorme
carrera, pero que prefieren seguir mostrando al mundo su pasión y su genialidad
haciendo lo que mejor saben: gran cine.
Esta última obra del director polaco es una
verdadera joya. Su mejor película desde El
pianista, y eso que en estas últimas décadas nos ha regalado
más aciertos (El escritor, Un dios salvaje, La venus de las
pieles) que pinchazos (Oliver
Twist, Basada en hechos
relaes). En esta ocasión, Polanski abandona el tono teatral y obsesivo de sus últimas películas y recrea un
hecho real, un escándalo que sacudió al ejército y al gobierno francés a
finales del siglo XIX con el famoso “Caso Dreyfus”: un oficial fue declarado
injustamente traidor tras un desastroso y corrupto consejo de guerra. La injusticia
llegó a oídas del famoso escritor Emile Zola, que se atrevió a publicar en la prensa su famosa carta abierta dirigida
al presidente de la república en la que destapaba al público toda la verdad de aquel
vergonzoso asunto. El artículo forma parte ya de la historia del periodismo (y
de la literatura) y se tituló Yo acuso. Por cierto, el mismo título que lleva la película en su versión
original; la distribución española muchas veces comete verdaderas tropelías al traducir
los títulos, pero en este caso se han lucido cambiando ese maravilloso J’accuse francés por el ridículo El oficial y el
espía.
La película cuenta con un estupendo reparto galo, encabezado
por un gran Jean Dujardin (al que vimos protagonizar hace unos años la excelente The artist, 2011, Michel Hazanavicius), en el papel del director del Gabinete de Información francés (una
especie de CESID del siglo pasado). Polanski ha escrito un gran guion (basado en una novela de Robert Harris) en el que
destacan el ritmo y el suspense de una historia clásica de espías que va evolucionando
hacia el drama político y judicial. Todo encaja con el preciosismo y el detalle
al que nos tiene acostumbrados el mejor Polanski. La ambientación militar, los decorados, los interiores de maravillosos
palacios, la escenografía del París de finales del XIX… todo está cuidado al
máximo. En el aspecto formal, la película es maravillosa. En lo que respecta al
contenido, a la historia, la construcción narrativa es perfecta, aunque adolece
de cierta frialdad, por momentos. Pero esa es la seña de identidad de Polanski. Hay dos o
tres momentos en la película que un director made in Hollywood
convertiría en grandilocuentes escenas cargadas de épica; pero el estilo de Polanski es contrario
a eso, prefiere dejar su sello pausado, distante, incluso desmitificador. También
el tono que utiliza el director polaco es coherente con esa frialdad serena:
las emociones siempre están contenidas, incluso ante la gravedad de los hechos
que se recrean. Esa serenidad anti-idealista se intensifica especialmente en un
interesante epílogo final. Polanski, a pesar de la belleza de su fotografía, apuesta también por la oscuridad:
interiores sombríos, días siempre nublados, un color ceniciento que envuelve
toda la película y cuya metáfora tiene que ver con el pasmoso estoicismo de los
personajes y la sucia penumbra que rodea los graves acontecimientos. Con todo,
la película es un placer para los sentidos que desarrolla una historia con
mucho calado sociológico y que toca temas tan delicados como la corrupción, la
connivencia política, el antisemitismo y el sacrificio por la justicia.
Hay quien ha visto en la película un grito de
reafirmación del propio Roman Polanski. El director polaco, tantos años después, sigue considerando injusta su
situación procesal en EEUU y siempre que puede manifiesta su inocencia sobre
aquel lamentable episodio de su pasado. Como si esta El oficial y el espía fuera su particular (y quizás último) Yo
acuso.
Sea como fuere, si hace unos días comentaba la última
de Clint Eastwood con 89 años, Polanski firma esta hermosa película camino de los 87. Dos viejos rockeros que luchan
contra la naturaleza y a favor del arte. Seguro que todavía tienen más obras que
mostrar. Joaquín Sabina, otro que tal baila, canta cada vez con más razón aquello de:
Así que, de momento, nada de adiós muchachos.
Me duermo en los entierros de mi generación.
Cada noche me invento, todavía me emborracho.
Tan joven y tan viejo, like a Rolling Stone.
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Lo mejor: la ceremonia de deshonra del traidor y el duelo con floretes.
Lo peor: la historia de amor (irrelevante).
Gustará: a los estudiantes de periodismo, a los profesores de Ética y a Jordi Évole.
No gustará: a los políticos corruptos, si es que hay alguno. Ejem.
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CALIFICACIÓN: 8.5
Interesante epílogo. Han pasado varios años, Dreyfus
ha sido amnistiado y readmitido en el ejército y Picquart ocupa ahora el puesto
de ministro. No se han vuelto a ver desde el juicio y Dreyfus solicita una
audiencia con el ministro. Le pide que aumente su rango de oficial, pues le
parece injusto que no se contemple los años que estuvo injustamente
encarcelado. Picquart, el que se jugó su carrera militar (incluso su vida) por
aquel desconocido, ahora le da largas, no atiende su petición. Áspero guiño de Polanski que refleja esa
triste realidad de la política, enemiga casi irreconciliable del romanticismo y,
en ocasiones, de la propia justicia. Ahora Picquart ya no es ese oficial idealista
de años atrás que se atrevió a enfrentarse a sus superiores, a los ministros y
al gobierno de Francia. Ahora él forma parte de esa jerarquía.
Por cierto, no puede faltar el cameo “a lo Hitchcock”
del propio director en un momento de la película. Es agradable descubrir cómo
conserva las buenas costumbres.
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